Cuba está agotada por su deslegitimación política e institucional, el menoscabo de la soberanía nacional, pobreza y desigualdad y una arqueología oportunista que pretende hallar en Fidel Castro remedio para males de su auténtica creación irresponsable, que ya ha conseguido dejar a la potencia médica sin jeringuillas y a la isla a oscuras, con recientes apagones.
Rara vez el origen del problema puede ser la solución, como las vacunas de dolorosa actualidad, pero los herederos del castrismo insisten una y otra vez en resolver antiguos problemas con soluciones viejas, como esa manía recurrente de presentar el unipartidismo, copiado de la fallecida Unión Soviética, como apuesta de José Martí, y obtusa justificación geopolítica.
Cuba fue una república pluripartidista durante más de medio siglo XX y -pese a los incontables males que padeció- en su seno nacieron la Protesta de los 13, las Constituciones de 1902 y 1940 y el castrismo, que reivindicó una nación democrática, hasta que llegó al poder, imponiendo un monólogo totalitario, con la suicida aquiescencia de la mayoría de los cubanos, incluida la sacarocracia y demás hombres de negocio.
Uno de los notables hándicaps de Cuba es el menoscabo de su soberanía en los últimos 62 años, que tuvo su cenit con la presencia impuesta de tropas norteamericanas; y soviéticas, como invitadas de lujo del poder que -tras quedarse seducido y abandonado en 1989- multiplicó la escasez de soberanía coqueteando con el exilio, Europa, recuperando a China como aliado estratégico y resistiéndose a abandonar posiciones en África y Centroamérica.
Mientras Cuba no sea independiente y próspera, su gobierno tendrá que cabildear con Washington, Moscú, Beijing, Venezuela, Irán, la emigración y cuanto socio táctico aparezca en el horizonte, pero la nación solo será rica y justa, cuando los cubanos rompan los diques de contención o reformistas agazapados en la cúpula, se atrevan a demoler el caduco orden castrista.
Hasta ahora, las reformas impulsadas por la dictadura han estado en correspondencia directa con la anemia de su billetera; nunca la voluntad reformista ha respondido a una visión realista, sino a la combinación letal de miedo y supervivencia, provocando esperpentos como la “Tarea ordenamiento”.
Una lectura y/o audición de discursos de La Habana establece tres escenarios: Miedo, amnesia selectiva y deterioro de contenidos y formas para negar a los cubanos la pluralidad inherente a los seres humanos; denunciar injerencias extranjeras, al tiempo que se entromete en España, Colombia y mantiene colonizada a Venezuela; todo contaminado por la puerilidad chabacana de sus dirigentes, elegidos por su obediencia ciega, sin importar méritos humanos y civiles.
Los principales dirigentes muestran evidentes signos de incultura política y general y, cuando se sienten en precario o amenazados, rescatan a Fidel Castro y lo pasean por sus portales mediáticos y redes sociales, cual Cid Campeador, buscando espantar el miedo que los acongoja.
Más allá de macrocifras, siempre complicadas de contrastar en el universo castrista; hay dos hechos recientes que demuestran la ruina económica; la carencia de jeringuillas para vacunar, desatando una ponina mundial, y la zafra azucarera que no llegará al millón de toneladas de azúcar.
Ante este escenario, agravado por las carencias energéticas, alimentarias, de medicamentos y artículos de aseo; la racionalidad aconseja avanzar a una gestión económica que conjugue la libertad de las fuerzas productivas con la protección de los sectores más vulnerables, pero -a estas alturas del juego- la apuesta sigue ensimismada en la economía estatal socialista y la persecución de los arrinconados pequeños propietarios privados.
La dictadura teme tanto a la riqueza como desconfía de los cubanos, que siguen sin aceptar la contradicción de vivir tan mal, siendo uno de los países de la región que mayores recursos invirtió en capital humano, como muestra la pujanza de la solidaria emigración cubana en playas tan disimiles como Miami y Madrid.
Cuba está en una encrucijada que puede resultar letal para el poder sexagenario; un arreglo entre Estados Unidos y Venezuela volvería irrelevante el papel de La Habana, que tendrá que pugilatear una nueva cuota petrolera en medio de los temidos apagones que han vuelto esta semana a oscurecer aún más la pobreza; mientras acreedores rusos, chinos, angoleños y europeos aguardan por su dinero, adelantado irresponsablemente en otro acto de fe geopolítico e inútil.
La Habana maneja mal los tiempos y, al creciente descontento interno, se une la crisis económica mundial por coronavirus y la prudencia de Joe Biden ante un adversario que abofeteó al generoso Barack Obama con una batería de ataques sónicos que dejaron sin aliento a Raúl Castro; y Donald Trump se encargó del resto.
Otro mal del castrismo, intentar desplazar el conflicto real con el pueblo cubano, a un diferendo bilateral que no se resolverá hasta que La Habana no reconozca que las expropiaciones forzosas y sin indemnización de 1960, fueron un boomerang del carisma con barba, aquellos jóvenes inmaduros con excelente puntería para lanzar torpedos contra la línea de flotación de Cuba, desperdiciando las ventajas de convivir razonablemente con el mercado más dinámico del mundo, distante a solo 90 millas de sus costas, pero en los antípodas del mesianismo castrista; ahora ya solo pieza arqueológica.